GRADO 8°4 (CUENTO PARA EL ANÁLISIS LITERARIO)
SANGRE
EN LOS JAZMINES
Cuando
los guardias rurales llegaron a la granja de mamá Rosa, hacía ya una
semana que Pedrillo estaba tirado en la cama, hecho una miseria de dolor y de
ira. Las heridas del brazo habían tomado una escandalosa coloración de tomate
maduro y el brazo abultaba hasta reventar. La infección y la fiebre devoraban a
Pedrillo. Esos malditos hombres de la guardia, si lo encontraban, no lo
dejarían con vida. Esto era lo de menos. ¡Si sólo lo mataran!
Pero Pedrillo sabía que antes de que con él acabaran como un perro, de un
disparo o de un machetazo en la nuca, bien medido, para que los huesos se quebraran
y la cabeza quedara bamboleándose y fuera fácil desprenderla y ensartarla luego
en un palo para llevarla a la alcaldía del pueblo como trofeo, antes de que eso
ocurriera, Pedrillo sabía que ocurrirían otras cosas con él, pues ya
estaban ocurriendo con los otros. Sabía que lo torturarían en la cárcel. Y
también lo sabía mamá Rosa, su mamá. Esto lo atormentaba más que todo y
se le aparecía como una anticipación de las torturas que, de seguro, iban
a ensayar otra vez esos bárbaros si lograban pillarlo. Primero le
cortarían los dedos de los pies, como a Saulo Gómez y luego lo pondrían a caminar
sobre las piedras del patio; y después, quién sabe, lo colgarían de las
manos para azotarlo desnudo, mientras con las puntas de las bayonetas esos
salvajes se divertirían abriéndole surcos en la carne. Y, Dios santo,
pobre mamá Rosa si la obligaban a la fuerza, a puntapiés, a presenciar el
espectáculo, como a la desgraciada María del Carmen Vargas, quien se había
vuelto loca ahí mismo, y tuvieron que sacarla del pueblo para el
manicomio. No. Él no se dejaría pillar. Él era una presa difícil. Pero los
guardias llegaron. Mamá Rosa los divisó desde la pequeña colina que daba sombra,
en la tarde, a uno de los costados de la casa. Bajó corriendo
para avisar a Pedrillo. El rostro de la mujer se había vuelto de ceniza,
del color de ese polvillo volandero que deja el carbón de palo, ya apagado y a
medio quemar, sobre los ladrillos del fogón. "Ahí vienen, ahí
vienen", dijo. Pedrillo tambaleó para levantarse de la cama. La fiebre,
como un mal enemigo, trataba de doblegarlo. Pero él era un mocetón de veinticinco
años, lo que se llama un mocetón, bronco y fuerte, a quien le decían Pedrillo por
puro chiste, por pura gracia del contraste entre su vigor campesino y el
diminutivo con que, desde siempre, lo nombraba su madre. El sucio .trozo de
tela que le servía de cabestrillo para el brazo herido, cayó al suelo, y
el brazo, al perder ese apoyo, se convirtió en una masa de dolor,
inverosímilmente pesada. La cara se le contrajo en una expresión de martirio.
Soltó una espantosa grosería, y mamá Rosa, con las manos temblorosas, ató
de nuevo el trapo por detrás del cuello. "Aprisa, mamá, dame
uno delos fusiles". Había dos, cargados, debajo de la cama. Ella
extrajo uno, lo colgó al hombre del brazo bueno de su hijo, y abrió la puerta.
Entró, sin obstáculos, la claridad de la tarde y con ella, traído en el viento,
el delicioso olor de los cañaverales, pues esa era una tierra de caña-dulce
y de cafetos, de naranjos y de jazmines, de los cándidos jazmines que
mamá Rosa cultivaba.
Pedrillo
salió apoyándose en el muro de tapia pisada. Hizo un violento esfuerzo para enderezar
el torso y, poco a poco, fue apresurando el paso. Mamá Rosa se quedó
parada a la puerta. El sol le daba sobre los ojos de pupilas dilatadas. Parecía
un personaje de cuadro al óleo, con su negra mata de pelo, partida en dos, el
busto alto y palpitante bajo la tosca blusa, las manos sobre las anchas
caderas, y el miedo y la amargura distribuidos sobre el rostro. Lo vio
desaparecer más allá de las cañas, más allá de los cafetos, más allá de la
última mancha de hierba.
Pero
los guardias llegaron. Del punto en donde los vio mamá Rosa a la casa, había
que contar entre cinco y ocho minutos de tiempo. Pasaron probablemente diez
antes de que los tuviera a la vista, a un metro de distancia entre la puerta y
la boca de los tres fusiles tendidos contra ella. Mamá Rosa alcanzó, pues, a
poner todo en orden: la cama y la cocina. No movió el fusil que le había dejado
Pedrillo. Apenas hizo caer un poco más contra el suelo, para disimular el arma,
la descolorida manta del lecho. Lo hizo sin saber por qué, pues ella
no pensaba oponer ninguna resistencia. "Si me matan, que me maten. Dios
sabrá". Tantas otras mamas Rosas habían muerto así en los últimos meses
que ella no iba a ser ciertamente una novedad. Muertas estaban Carmen y la niña
Luisa y la anciana Rosario, su comadre, la madrina de Pedrillo. ¿Qué importaba,
pues? Y otra ventaja: mientras la mataban, los guardias le darían un poco más
de tiempo a Pedrillo para huir. La muerte andaba ahora por toda la comarca
con uniforme del gobierno, unas veces, y otras sin uniforme. Se mataban los
unos a los otros desde hacía meses y meses. Pedrillo, como los demás, había
entrado a la fiesta. Y de seguro que Pedrillo debía también unas cuantas vidas
de esas con uniforme color de tierra pardusca y cinturón con balas y
machete al cinto. Aquello parecía a mamá Rosa una maldición del cielo. Pero, qué
diablos, nada se sacaba con lamentaciones. Ella no sabía nada de la política y cuando
Pedrillo quiso explicárselo, Mamá Rosa le dijo que él anduviera bien con Dios y
no se metiera en nada. Pero Pedrillo ya estaba en la danza. "Si uno
no se apresura amatar, lo matan". Algo así le dijo él. Y mamá
Rosa se resignó.
Ahora
ya no había nada qué hacer. Ahí estaban los guardias. "¿Pedrillo podría
seguir caminando?". "¿El dolor no terminaría por echarlo a
tierra?". "¿Y estos hombres darían con él?". Mamá Rosa los
miraba y sentía que empezaba a desfallecer. "¿Por qué no disparan?".
"Yo debía estar ya muerta". "¡Santo Dios! ¡Santo Dios!".
Nada. Ella seguía extrañamente viva frente a las bocas de los fusiles y frente
a esas tres caras nada siniestras. "Son como Pedrillo".
"Tan jóvenes como Pedrillo". Avanzaron. "Ahora dispararán".
"Perdóname, Dios bendito". Uno de ellos le gritó: "Vieja
inmunda", y enderezando el fusil que tomó en una mano, con la otra le
golpeó el rostro. Mamá Rosase llevó las manos a la cara y las retiró manchadas
de sangre. Después sintió que sobre el costado caía, de plano, la culata del
fusil. Rodó sobre el suelo y ahí contra el piso de greda, que le pareció tibio
y húmedo, se le clavó, al lado del seno, la punta de una bota, una, dos, tres
veces. ¡Pobre Mamá Rosa! El prodigioso dolor que se apoderó de todo su cuerpo,
no le impidió recordar que así había visto maltratar muchas veces por los gañanes
de la comarca, a los cerdos y a los perros. Ella no era ahora más ni mejor que los
cerdos o los perros.
Los
tres hombres se detuvieron en el marco de la puerta. Uno de ellos gritó:
"So hijo e perra, entréguese o lo matamos". Tenían miedo de
penetrar a la habitación. Pasaron unos segundos y luego se oyó una
descarga. "No hay nadie, no hay nadie", les gritó Mamá Rosa,
"mátenme, mátenme". Los hombres entraron. Y Mamá Rosa
arrastrándose, los siguió. Se volvieron para mirarla. Y el que parecía más
enardecido apuntó al cuerpo de Mamá Rosa. "Cuidado con la vieja. Ella sabe
para dónde se ha ido", dijo otro. Y entonces, se oyó, afuera, a la
distancia, un tiro de fusil. Los tres guardas se precipitaron fuera de la
habitación, con el arma al brazo. Mamá Rosa empezaba a desvanecerse, pero entre
la niebla de la conciencia le pareció que una nueva detonación sonaba, más próxima,
menos distante. "Es Pedrillo", pensó. Y la cabeza, con su negra
mata de pelo partida en dos y ahora ensangrentada, se doblegó sobre el
suelo.
Pero
los guardias volvieron. Cuando Mamá Rosa recuperó el sentido y pudo otra vez incorporarse,
le pareció que Dios no era completamente justo con ella, pues le permitía vivir
para ver lo que estaba viendo: Pedrillo había sido cazado por los guardias – él
debía haber disparado al aire para llamarles la atención y salvarla a ella
- y ahí, en el naranjo que adornaba la minúscula huerta, fronteriza a la
puerta de entrada, estaba colgado de las manos, como un cuero de res, las
espaldas desnudas, desgarradas y sanguinolentas. El grito de Mamá
Rosa hizo volver la cara a los tres guardias. "Esto era lo que
se merecía el hijo e perra. Y todavía falta, vieja p...", aulló el que
estaba restregando contra la mala hierba el cinturón manchado de rojo. Mamá
Rosa veía brillar al sol de media tarde, como una llaga, esa dura espalda
maciza del gigante Pedrillo quede su vientre había salido una noche, frágil y
pequeñito. Ahí estaba Pedrillo, peor que un perro apaleado. "Y que Dios
me perdone: como Cristo". Sus propios dolores se le olvidaron a Mamá
Rosa. Ya no sentía su cuerpo, sino el cuerpo de Pedrillo. Era como siesa
espalda fuera su propia carne. No. no eran sus dolores sino los dolores de
Pedrillo que en ella resonaban, repercutían y el desollaban la carne y el alma.
Pobre Mamá Rosa con su linda mata de pelo oscuro, partida en dos, con su cabeza
bíblica de madre campesina donde ahora se hundían unas manos desesperadas y trágicas.
"Y todavía falta vieja p…", volvió a aullar la voz del guardia,
quien, al mismo tiempo, arranco al aire una queja con el látigo antes de
dejarlo caer una y otra vez sobre la espalda. Se oyó un quejido como de animal
a punto de morir, un lamento sordo y elemental que parecía llegar desde el
fondo último de la Vida, desde el abismo visceral de la existencia. "Y todavía
falta...", rugió de nuevo la voz.
Mamá
Rosa comprendió que ella también, como Pe-arillo, estaba muñéndose. Y que iba
a caer de nuevo, sobre el suelo. "Virgen de los Dolores,
ayúdame". El pecho se le rompió en sollozos. Otra vez sonaban
los latigazos. "Miserables, miserables, debían matarlo más bien". Y
Mamá Rosa recordó entonces que allí, debajo de la cama, estaba el otro fusil de
Pedrillo. Sí. La Virgen de los Dolores la había oído.
El
primer disparo hizo un impacto imperfecto y levantó un trozo de corteza del
árbol. Pero el segundo penetró en la carne martirizada y sangrante de la
espalda, ahuyentando para siempre el dolor y la vida. Mamá Rosa se
desplomó sobre el piso con el fusil entre las manos. Ahí quedaba con la
cabeza sobre la tierra. Una cabeza como para un cuadro, con su mata de pelo
negro, partida en dos.
Hernando Téllez
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